¡Dios no me quiere!

Conexión Interior-Ps. Francisco Carmona - A podcast by Francisco Carmona Romero

En la parábola del hijo prodigo hay dos escenas muy interesantes. La primera, la reacción del Padre ante el regreso del hijo menor. El Padre organiza una fiesta, Recupero al hijo que creía que muerto.  La segunda reacción es del hijo mayor. Cuando ve lo que sucede se enoja, no quiere entrar a la fiesta y le reclama al Padre por su comportamiento con el hijo que se gasto toda la fortuna. El hijo mayor se comporta como si el padre no lo quisiera y sólo le importara el hijo menor. “El hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. El se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado” (Lucas 15, 11-32) Cuando pensamos que Dios quiere a los pecadores a costa del amor hacia quienes siguen fielmente sus mandatos estamos mostrando una comprensión limitada y pobre del amor de Dios. Enojarnos porque Dios muestra amar hacia sus hijos implica desconocimiento de la grandeza de Dios y de su amor. ¿Acaso una madre puede dejar de amar a su hijo solo porque vive como quien ha perdido el rumbo o, extraviado el camino? La respuesta es no. Si nosotros somos capaces de mostrar generosidad cuando de amar a los hijos se trata, ¿con cuanta mayor razón no amará Dios a los hijos que sufren a causa del extravío del sentido de su vida? Cuando el Padre se entera que el Hijo mayor no quiere entrar a la fiesta de bienvenida de su hermano sale de la fiesta. Después de escuchar los reclamos del hijo mayor le contesta: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”. La expresión, “todo lo mío es tuyo”, encierra en sí misma la confirmación del reconocimiento de nuestra verdadera identidad. Se trata de ser conscientes de que somos Hijos de Dios, y de sentir que lo somos. Cuando tenemos presente que somos hijos de Dios, cuando vivimos con la certeza de que Dios es nuestro Padre, podemos sentirnos seguros de ir donde queremos porque Él nos acompaña. Dice un autor:  “No puede ser de otra manera, pues El Creador y lo Creado forman una misma Unidad en Esencia. Es en Dios, donde tenemos la certeza de saber quienes somos realmente”. Para Juan José Mejía: “tener la certeza de que somos parte de Dios, con lo cual estamos permanentemente en su Presencia, es sin duda, una revelación maravillosa que nos llena de gozo y alegría. Como el hijo pródigo, nuestro Padre siempre ha permanecido aguardando nuestro retorno, pues para Él, en verdad, nunca nos habíamos ido, aunque nosotros tuviésemos la percepción de haberlo hecho”. La experiencia espiritual de San Pablo se basa en la siguiente certeza: “nada ni nadie nos puede separar del Amor del Padre”. En este sentido, la creencia en la separación más que una ilusión es una demencia. ¿Puede acaso Dios olvidarse de alguno de sus hijos? La respuesta es no y la explicación es la siguiente: lleva nuestro nombre tatuado en la palma de su mano. Dios nunca se olvida de ninguno de sus hijos, ni del mayor ni del menor. Ambos pueden estar seguros del amor incondicional de Dios y de su grandeza

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